Miedo y asco, en las vegas y aquí mismo.

Estaba fileteando la pechuga de un pollo, y a la vez separando alguna vena tosca que la atravesaba y que aun guardaba algo de sangre coagulada en su interior. Lo hacía con la punta del cuchillo, sujetando el mango desde la parte más lejana al pico, como si la distancia hiciese decrecer de alguna manera el asco que sentía desde siempre por la sangre y la carne cruda. Mientras echaba la carne en la plancha se puso a cavilar acerca de su comportamiento: dentro de unos minutos iba a comerse plácidamente unos trozos de carne que hace segundos se negaba a tocar con sus dedos, iba a disfrutar (todo lo que se puede “disfrutar” de la pechuga de pollo a la plancha) de la pitanza a la vez que renegaba del proceso que esta había llevado hasta el momento de cocinarla. Reflexionando se dio cuenta que esta actitud era algo antinatural.
- ¿Quién me ha educado para que me de asco la comida? Se preguntaba. Es obvio que esto es algo que los humanos hemos adquirido hace poco, debe de ser una de las herencias del estado de bienestar, el progreso y todos esos rollos, porque rechazaba pensar que hace 300 años, con la escasez que tenía la gente, alguien se negase a arrancar la pata del cadáver de un cordero si con ello salvaba el día, aunque por ello se llenase las manos de sangre muerta. ¡Qué cojones! Que les den una vaca a los africanos que pasan hambre y nadie se quedará sentado a esperar que corten y le cocinen su parte. Mientras repartía los filetes en dos platos recordó ver en la tele como una tribu africana con un arco y una flecha le hacían una herida en el cuello a una vaca, de la que dejaban manar un cuenco de sangre para bebérsela cruda.
- Aquí hay gente que moriría antes de hacer eso. Yo mismo sería uno de ellos- se dijo, mientras masticaba un trozo de pechuga de pollo a revueltas de unas hojas de lechuga. ¿Sabes tú quien nos ha hecho esto?

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