la niña y el bosque VI

capitulo I

CAPITULO II: LA HIJA DE AREB

- ¿Eres la hija de Areb? – preguntó un hombre, de unos dieciocho o veinte años un instante antes de saltar, ligero como un ciervo desde la enorme peña hasta su lado.
- No, me llamo Angélica, pero...
- ¿Entonces que haces sola en el bosque? ¿Dónde están tus padres? – interrumpió el joven
- Es que yo también estoy perdida – musitó Angélica
- ¡Mira que casualidad! Te llevare a casa de Areb a ver si es cierto eso de que no eres su hija – con un tono de incredulidad que Angélica pudo percibir.

La ruta continuó de inmediato: el joven, que dijo llamarse Austre, dijo algo acerca de llegar hasta la laguna antes de la noche e insistió en que se fuese preparando para el castigo que sin duda su padre le infligiría nada más llegar a casa. Aunque sabía que se trataba de un error, Angélica pronto dejo de reclamar, pues tras pasar un día abandonada y perdida en el bosque, al fin se sentía protegida: la guiaba un joven membrudo y ágil, que incluso llevaba un arco ¡Que más podía pedir nuestra cándida niña!

Pronto saltaron de la rambla porque no era segura, pronto se internaron en la espesura porque trajinar por la claridad no era segura, pronto comenzaron a parar y a ocultarse en la maleza cada pocos minutos a escuchar porque esa zona no era segura. Pero aún más pronto se dio cuenta Austre que desde que le acompañaba la niña alguien les estaba siguiendo. Lo sentía detrás desde que abandonaron la roca. Le temía porque no sabia quien era, aunque si lo hubiese sabido, le hubiera temido aún más, creedme.

Angélica no podía andar más: llevaba las piernas llenas de arañazos y las manos, aunque escondidas en las mangas del vestido, estaban llenas de diminutos cortes, los pies, llenos de roces por culpa de unos zapatos que ya le quedaban pequeños y que pronto deberían ser heredados por su hermana. Sin embargo lo más agrietado en el cuerpo de esta niña era su ánimo. El rostro, sorprendentemente intacto de arañazos, sentía resbalar lágrimas en silencio. Lágrimas marrones llenas de hojarasca. Miró a Austre . Se paró unos instantes. Miró sus zapatos. Finalmente, se dejó caer.

Austre no sabia que hacer. Era el menor de sus hermanos, y jamás había tenido que cuidar de nadie. Si algo había tenido que proteger y atender en su vida había sido a su arco y su carcaj de flechas, aunque lo cierto es que varias veces había ocurrido al revés, cuando una certera flecha había derribado al algún jabalí encrespado, o cuando los belés habían atacado al caballo de su padre debido al hambre que acosaba a esas alimañas. Jamás a una persona, jamás a una niña. Austre destapó su bota, limpio la boquilla con el pliegue de la camisa y le dio de beber a Angélica, que apenas tomó un buche. Ambos sabían que no podían continuar a ese ritmo. El joven buscó un roble donde apoyar la espalda, y comenzó a almorzar ante la mirada de Angelica, que desganada, prometió masticar después la cecina y el pan que había alcanzado del zurrón su salvador, ángel de la guarda.

- Tendré que ir a la granja de Harukka – pensó para si mismo. Aquel viejo siempre le había dado miedo: sus manos, carentes de varias falanges parecían una manopla con uñas gruesas; las venas serpenteantes por sus brazos, similares a la las ramas de la hiedra que trepan y estrangulan a los árboles jóvenes; sus ojos... huidizos incluso a la mirada de un niño. Austre se estremecía con la idea de ir hasta esa casa, sobretodo el hecho de llevar al la hija de Areb con semejante compañía, pero no le quedaba otra opción: era imposible llegar de día a la laguna, y pasar la noche al raso, sabiendo que alguien les vigila no le dejaba elección.

- Itzhier, tenemos que irnos ya, no vamos a ir a la laguna... - le dijo Austre a Angélica, mientras cabeceaba tras oír un nombre que no era el suyo.
- No puedo andar más – replicó Angélica
- No te preocupes, vamos a ir a casa de un amigo mío, estas cansada y por eso iremos mañana hasta la laguna, hoy dormiremos en casa de Harukka: en una granja – le explicó Austre mientras pensaba en si el viejo le reconocería tras estos años
- ¿No podemos esperar un poco? – preguntó Angélica
- No, sino no nos dará tiempo – dijo Austre mientras se erguía tras recoger la cecina en su zurrón
- Pues entonces no esta tan cerca... – suspiró Angélica

El camino se hizo duro, e incluso en fragmentos de la ruta Austre tuvo que portar con Angelica, que agotada, era incapaz de trepar por las endiabladas gargantas de ríos secos, arenosos y sin vida. Cuando al fin llegaron a la casa de Harukka la niña ni siquiera sabia donde estaba, ni quien la llevaba en brazos. El joven la sentó en el primer peldaño de la escalera y abrió el portón de entrada en busca del dueño, mientras Harukka les observaba desde fuera. Austre no se habia dado cuenta de la presencia del granjero, apoyado en el quicio de la puerta del granero.

- ¡¿ Tú eres el hijo de Frude y Aylán, no es cierto?! -Grito Harukka, mientras abandonaba la horquilla sobre la paja y se acercaba cojeando hacia la entrada de la casa
- Si, soy el tercero de sus hijos: Austre. He venido a tu casa porque necesito refugio – le contestó Austre, sorprendido por la amabilidad del granjero
- ¿Es la niña? – preguntó Harukka, mirando a la joven, que se había quedado dormida sobre el escalón
- Es la hija de Areb. Si nos acoges en tu casa esta noche sin duda te recompensará – contestó Austre
- Sus ropas no parecen propias de una princesa – inquirió Harukka
- Lo sé, Harukka, incluso ella insiste en que no es Itzhier, que se llama Angélica y que viene de fuera del bosque, pero es demasiada casualidad y prefiero asegurarme llevándola hasta Areb. Además: nos están siguiendo desde que la encontré- explicó Austre.
- Entonces, entremos en casa – dijo Harukka, cambiando el gesto.

Tanto Austre como Harukka eran hombres de pocas palabras. Decidieron hacer guardia al lado de Angélica, y aunque Harukka le aseguró que guardaría vela durante toda la noche, Austre insistió en hacer turnos, para garantizar la seguridad de la niña, y de que Harukka, que había prometido acompañarles por la mañana hasta el lago, no cayese en brazos de Morfeo. – hay que ver como ha cambiado este viejo- se decía Austre – sigue teniendo un aspecto terrible, pero los años han ablandado ese carácter que hizo huir a sus hijos y su mujer- pensaba Austre, recordando las historia que le había contado su padre acerca de él. Austre durmió durante el primer turno. No lo habría hecho tan placidamente si supiera lo que le esperaba al despertar.

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