la niña y el bosque III

La oscuridad había bajado, y el norte desaparecido.

Muchos cuentos de hadas y príncipes se cuentan a la luz de una lamparita de mesa, o a la de una lumbre en la chimenea, para los más románticos. La seguridad no proviene del lugar, sino de la compañía, por eso te abrazan y se acercan a ti, cuando les relatas un cuento de miedo, como el de la niña y el bosque.

Ella, que sin saber de pesca se sentía como una lombriz en un anzuelo caminaba arrastrando los pies por una rambla, no porque eso la acercase más a la salida, al río, al mar o a la gente, sino por simple comodidad, para huir de las ramas que rasgaban su vestido gris y arañaban sus leotardos. El miedo, tan racional como el resto de sensaciones la atenazaba, convirtiendo al hambre y a la sed en pequeños hermanitos tímidos, que esperaban su turno para hablar.

Ya era de noche y ningún hada madrina había aparecido a rescatarla, así que se sentó en el suelo, a contar los hilos sueltos de su falda, quedando dormida en minutos. En su sueño aparecían caballos y ciervos, que la ayudaban a volver a la aldea, con sus padres y hermanos, que se alegraban de verla, y que no se habían dado cuenta de su desaparición. Cuando se hizo de día, despertó de nuevo en su pesadilla.

Con la luz de la mañana, el bosque perdió toda su tenebrosidad, y los pájaros, ayer silenciosos, hoy le cantaban al sol, o a aquella niña vestida de gris ceniza. La luz le calentó el cuerpo, y le permitió ver varios nogales que por la noche había ignorado. Apenas encontró agua en un charco, pero suficiente para acompañar el desayuno de nueces. Mientras comía un relámpago paso por su cabeza: “¿Porqué le hice caso a ese señor y me adentré en el bosque?”.

Decidió, al rato de estar sentada, reanudar la marcha. Creía que sentada en una roca no alcanzaría ninguna solución, y de que tras la huida de la jornada anterior, ya se había perdido lo suficiente como para que nadie la encontrase.

En ambas cosas se encontraba equivocada: no hay mejor manera de encontrar solución a las dificultades que meditar sentado en una roca, acompañado por la soledad. Actuar precipitadamente, te emboca a una solución, que a veces, incluso, se cree acertada, pero las más veces no es así, enganchándose a un arrepentimiento posterior baldío. Por otra parte, la niña ni se imaginaba que aun no estaba perdida ni una pequeña parte de lo que lo estaría en unos días.

Se llenó los bolsillos de nueces y apuró el charco del mismo modo que su gato, al que tantas veces había visto beber afanado en su casa cuando su madre, siempre tan despistada, olvidaba llenarle el cuenco de agua por las noches, provocando que “tigre” se abalanzase sobre el cuenco cuando por las mañanas, tras hacerle a ella y sus hermanos el desayuno antes de ir al colegio. Entonces ella, al notar las culebrinas que hacia el felino entre sus piernas, se acordaba del minino, le llenaba el tazón y le decía siempre la misma frase “pobre tigre ¿has pasado mucha sed?”

Hacia ya un rato que las lágrimas golpeaban contra la fina capa de agua que quedaba en el charco, distorsionando aun más el reflejo de la niña, que ya de tan triste, no parecía la misma que había dormido, sonriente por el descanso, a escasos metros de ahí. A la media hora decidió que ya estaba bien de llorar, y tras beber sus propias lagrimas, se palpó los bolsillos convencida de que tenia alimento para unos días y de que encontraría más nogales por el camino. Se marchó siguiendo el lecho de la rambla seca, adentrándose, sin saberlo, aún más en el bosque.


Dejar el cuanto a mitad, seria imperdonable

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