la niña, y el bosque II

La oscuridad había bajado, y el norte desaparecido.

Muchos cuentos de hadas y príncipes se cuentan a la luz de una lamparita de mesa, o a la de una lumbre en la chimenea, para los más románticos. La seguridad no proviene del lugar, sino de la compañía, por eso te abrazan y se acercan a ti, cuando les relatas un cuento de miedo, como el de la niña y el bosque.

Ella, que sin saber de pesca se sentía como una lombriz en un anzuelo caminaba arrastrando los pies por una rambla, no porque eso la acercase más a la salida, al río, al mar o a la gente, sino por simple comodidad, para huir de las ramas que rasgaban su vestido gris y arañaban sus leotardos. El miedo, tan racional como el resto de sensaciones la atenazaba, convirtiendo al hambre y a la sed en pequeños hermanitos tímidos, que esperaban su turno para hablar.

Ya era de noche y ningún hada madrina había aparecido a rescatarla, así que se sentó en el suelo, a contar los hilos sueltos de su falda, quedando dormida en minutos. En su sueño aparecían caballos y ciervos, que la ayudaban a volver a la aldea, con sus padres y hermanos, que se alegraban de verla, y que no se habían dado cuenta de su desaparición. Cuando se hizo de día, despertó de nuevo en su pesadilla.

Con la luz de la mañana, el bosque perdió toda su tenebrosidad, y los pájaros, ayer silenciosos, hoy le cantaban al sol, o a aquella niña vestida de gris ceniza. La luz le calentó el cuerpo, y le permitió ver varios nogales que por la noche había ignorado. Apenas encontró agua en un charco, pero suficiente para acompañar el desayuno de nueces. Mientras comía un relámpago paso por su cabeza: “¿Porqué le hice caso a ese señor y me adentré en el bosque?”.



Dejar el cuento a mitad, sería imperdonable.

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